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Hace unos días, con alevosía y nocturnidad, visioné en pleno ataque insomne, y casi por casualidad, la adaptación cinematográfica del 68 de Barbarella con una Jane Fonda, muy apócrifa ella, en el papel de heroína intergaláctica naíf.

He de decir que, superado el primer impacto y tras cerciorarme de que no había caído en un estado de shock irreversible, me resultó casi imposible no comparar ese tipo de belleza clásica post moderna con los prototipos y sucedáneos que tan de moda parecen estar pululando actualmente y a sus anchas por esta península ibérica tan extemporánea como una, grande y cateta.

Las comparaciones serán odiosas pero, me vais a perdonar la licencia de lo que a mi entender y sobre todo en ocasiones como ésta, es de necesaria obligatoriedad moral advertir, tanto para la salud mental individual como colectiva, del peligro que conlleva dejarnos abducir por esa vorágine de belleza inaudita que predican hoy en día esas dos Españas tan cañís como pasadas de moda.

Me resulta francamente curioso que donde más encono se tiene a la hora de intentar convencer de ciertos arquetipos femeninos sea desde las filas del género masculino: por un lado algún que otro gobernante desde su tribuna con reminiscencias tories antediluvianas y, por otro, esos amagos de whigs new age horteras cuyo hábitat preferido son esas plataformas rosas de (in)comunicación. Si es cierta esa máxima de que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, ¿Qué ejemplares abundan a la vera de esos personajes oscuros que se me antojan con un exceso de psicosis de inseguridad y un mayor complejo de inferioridad? Entre paradigmas de acomplejadas resentidas demodés y bastorras poligoneras neorrealistas, respectivamente, anda el juego.

Pues no señores, y perdón por la deferencia del tratamiento, eso es lo que ustedes habrán visto en su casa, porque yo desde luego, en la mía, no. Así que, por mí ya pueden desgañitarse ambos especímenes con el objeto de imponer su visión femenina del mundo, porque a mí no me convencen ni las unas ni las otras. Las primeras por revenidas, por ser capaces de provocarme repelús, que le voy a hacer si no me trae buenos recuerdos el olor a naftalina, y las otras, por ordinarias, por estimularme unas nauseas a lo primer trimestre de gestación que me muero.

Fascinado por esa belleza clásica postmoderna a lo Fonda, no me extraña que en ese mismo año y por estas fechas hubiese un amago de revolución en Francia con reminiscencias guillotinescas. Yo, desde luego, subyugado por esa imagen celestial, no habría participado en una, sino en dos o tres, una detrás de otra o todas a la vez. Tengo alma de inadaptado, lo sé, pero a mis años asumo la certeza de que no es fruto de un brote hormonal adolescente, sino de la convicción que conlleva la experiencia.

Reivindico y abogo por la vuelta de esa mujer, en grave peligro de extinción, de corte clásico en su belleza, inteligente, moderna por leída y viajada, contradictoria en su esencia, segura de sí misma y consciente de su feminidad. Por suerte puedo hablar desde el conocimiento, pues en el matriarcado en el que me tocó criarme, he tenido un par de buenos ejemplos: primero en mi madre y después, vía herencia genética, en mi hermana. Ancestralmente agraciadas, independientes en su pensamiento y con unos ademanes tan distinguidos como abiertos, o como diría una amiga mía a la que perdí la pista hace muchos años: rompedoras a la vez que elegantes y discretas.

Este post va dedicado, en especial, a ellas y, en general, a todas aquellas mujeres que han ayudado no sólo a embellecer sino a engrandecer, a través del celuloide, a lo que antaño fue una mayoría y hoy ha pasado a ser una minoría generacional: Tippi Hendren, Brigitte Bardot, Audrey Hepburn, Jessica Lange o Catherine Deneuve, entre otras.

Nos vemos,

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