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Nunca he entendido la infructuosa a la vez que absurda costumbre, de embrollar e incomodar al cliente por parte de algunas almas cándidas contratadas para prestar un servicio. Si el mismo empeño que ponen en dejarle confundido o airear sus carencias lo utilizasen para mejorar la interacción, facilitando el flujo de comunicación, no sólo se aligeraría el proceso sino que además, a fuerza de profesionalidad, se conseguiría fidelizarle.

Sin embargo, y en más de una ocasión, he visto como el ego de aquel que realiza la prestación lo envuelve todo, siendo mucho más fuerte su necesidad de brillar cual estrella del celuloide que cumplir con el objetivo de la misión encomendada. Yo lo achaco a la creencia arraigada en el inconsciente colectivo de este país, tan extendida como errónea, de que ejercitar cualquier labor de asesoramiento no sólo define pobremente a una persona, en cualquiera de sus ámbitos, sino que además debe llevar implícito un sentimiento de inferioridad, a combatir con uñas y dientes, por lo que parece ser la indignidad de la labor realizada.

Por lo que parece, nobleza obliga: siendo un imperativo moral dejar claro, con jerga y/o palabros a cual más rimbombante, la distancia existente con el comprador en lo que a conocimientos se refiere. Que se note que uno debería ser la parte contratante por vastos conocimientos y grandeza de porte. Que uno no ejerce como mínimo en la NASA u ocupa sillón P mayúscula de la Real Academia Española porque no quiere. Que, como bien versa el lema de la citada institución, es su obligación moral dedicarse a limpiar, fijar y dar esplendor a la necedad del cliente.

Aquí os presento una situación tan verídica como ilustrativa sobre los peligros que este tipo de situaciones conlleva y los berenjenales, de padre y muy señor mío, en los que uno jamás debe meterse:

Hace unos meses fui a comer con la familia a un restaurante francés en el centro de Barcelona. Como siempre llegué el primero. Mientras esperaba al resto de comensales iba tomando mi Hendrick´s con Fever Tree de rigor.

A los 15 minutos ya estábamos todos en la mesa echando un vistazo a la carta. Repasando la lista de primeros me fijo en lo que parece ser una ensalada provenzal descrita como «a nuestra manera«. Ese tipo de platos sorpresa parece estar poniéndose muy de moda en la ciudad condal. A mí, desde luego, me entretienen: me da por jugar a adivinar infinidad de modos y composiciones, a cual más ilógica, en su elaboración. Huelga decir que como tema de discusión entre compañeros de mesa no tiene precio. En esas estábamos cuando se acercó el mesero, que de galo tenía lo que yo, es decir, el blanco de los ojos.

Camarero: ¿Ya saben lo que van a tomar los señores?

Servidor: Pues más o menos. Una pregunta… ¿Esta ensalada provenzal “a su manera” de que trata?

Camarero: (Sentenció con todo indulgente) Pues como hacemos las ensaladas en la Provenza.

Seguro que a los franceses que vienen a España esas cosas no les pasan. A la hora de pedir una ensalada catalana “a nuestra manera”, por viajados y ardillas, doy por hecho que son capaces de recitarte los ingredientes de carrerilla.

Servidor: Mira que voy veces a la Provenza, exclusivamente a comer su ensalada, y nunca consigo retener como la tomé la última vez. ¿Me lo puede recordar si es tan amable?

Camarero: (Confundido por la jocosidad de mi respuesta) Pues lechuga, tomate, atún…

Servidor: (levantando la vista y mirando directamente a los ojos de mi interlocutor con cierta ironía) Vamos, una ensalada mixta de “tout la vie”.

Camarero: Si… Más o menos.

Servidor: (sonriendo) Pues por lo que ha dicho y lo que intuyo va a ser que más mas que menos (Dirigiéndome a mis acompañantes) Esto ratifica mi teoría de que es más lo que nos une que lo que nos separa con respecto a nuestros vecinos, por lo menos en cuanto a cultura culinaria se refiere. (Mirando otra vez al camarero) Póngame una por favor.

Camarero: ¿Y de segundo?

Servidor: Un solomillo de buey.

Camarero: ¿Como desea la carne el señor?

Servidor: Poco hecha, si es tan amable.

Camarero: ¿Bleu o Saignant?

Durante un momento pensé que al buen hombre se le había escacharrado la boca, pero fue cuestión de segundos recordar que los galos poseen diferentes tipos de puntos de cocción para la carne: desde Bleu, prácticamente vuelta y vuelta, a Bien Cuit, o lo que nosotros denominaríamos muy hecho.

Servidor: (tras unos momentos de expectación) Pues mire, ni lo uno ni lo otro, sino como la ensalada provenzal: a mi manera. O lo que es lo mismo: vuelta y vuelta. Muy tostado en la superficie y crudo en el interior… Y mire, ya puestos, anote el postre: una tarta de pyrus malus.

Camarero: Perdón ¿Una tarta de qué me ha dicho?

Servidor: De pyrus malus.

Camarero: Lo siento. No le entiendo.

Servidor: (con aplomo) Vamos a hacer una cosa. Primero traiga los platos y mientras tanto pregunte al maître, ya verá como él sabe a lo que me refiero y si no pregunte al cocinero.

Así lo hizo. Entre primeros y segundos le vi muy atareado hablando con el jefe de comedor del restaurante y este a su vez con quien supuse sería el cocinero, pues llevaba delantal al ristre. A la hora de los postres se acercó de nuevo con lo que le había pedido.

Camarero: (con mucho retintín especialmente al término de la frase) Aquí tiene lo que ha pedido el señor: su tarta de manzana.

Servidor: (sonriendo de oreja a oreja) Muchas gracias. Espero que no le haya costado tanto decidirse con el postre como a mí con los platos anteriores.

Nada como contrarrestar los esnobismos parisiéns con un buen latinajo.

Nos vemos,

asertivopordecretoley