Llevaba cinco meses a dieta no tan solo por motivos estéticos sino de salud. Ir en busca de la talla perdida también permitiría, con un poco de suerte, que sus hábitos alimenticios diesen un respiro a su colesterol. Tras unos primeros meses donde el ansia de comer pendió cual espada de Damocles sobre su ánimo consiguió quitarse, con algo de esfuerzo y mucha infusión, un gran peso de encima: la friolera de doce kilos.
Tomó la firme decisión de lanzarse de cabeza al paroxismo estético el día que, preguntando al espejo quien era el más bello del reino, recibió una sonora risotada por respuesta. Es lo que tienen los espejos, pensó, mucha mala leche y pocas ganas de mentirte. El cuerpo también ayudó mucho a toda aquella confabulación dietética con su cruel localización de grasas que consiguió, por antiestético y notorio, cambiar no sólo su centro de gravedad sino, por extensión, el del objeto del escrutinio ajeno. Eso sí, todo en pos del noble objetivo de divertir al respetable público en general, más no al afectado en particular: minucias, decidió su palmito, pequeños daños colaterales cuando se trata de un bien común.
Ahora podía volver a presumir de un tipito nada desdeñable recordándose lo bueno que estaba y la poca importancia que se daba.
Durante el proceso, ya se lo avisaron a coro la dietista y el endocrino, notaría un gran cambio en su relación tanto con la comida como con su entorno.
Ni os imagináis la agilidad mental que llegó a desarrollar a base de contar aportes calóricos, por no hablar del descubrimiento de todo un nuevo mundo conceptual que versaba sobre calorías vacías o negativas. Lo que se dice aburrirse no se aburrió, eso sí, en ocasiones le resultó un tanto cansino tanto cálculo.
Sin embargo, donde se obró el mayor milagro fue en su relación con los demás. Vivió, para su sorpresa, reacciones totalmente opuestas con respecto a su cruzada dependiendo del ámbito en el que se movía.
Recuperó el gusto por ir a comer con la familia. Pasó de escuchar el soniquete de su madre, siempre acompañado de la mirada escrutadora de su padre y de la cara de pitorreo de su hermana, sobre: Qué tripa se te está poniendo. Te estás echando años antes de tiempo. ¿Por qué no haces un poco de ejercicio? A compartir mesa con ellos con más asiduidad para que la misma autora le regalase los oídos con lo que resultaba ser su nueva cantinela, en su opinión mucho más armónica que la anterior y muy digna de entrar a formar parte de los grandes éxitos de ayer, de hoy y de siempre, que rezaba: Te has quedado como una sílfide. Un lustro te has quitado de encima. Que porte tan señorial.
Con algunos amigos la situación fue por otros derroteros. Creyó que se debía al cambio generacional. Por jóvenes y sobradamente preparados éstos tenían otra escala de valores. Tan evolucionados ellos en sus planteamientos consideraban que lo importante era el interior. Eso de la obsesión por el cuerpo, les oía siempre, es para aquellos que no tienen otra cosa que ofrecer. Qué dignos candidatos parecían al Nobel de la Paz, al Príncipe de Asturias de la Concordia y, ni que decir tiene, al Nobel de Física.
Cuando les decía que se estaba poniendo como un tonel ellos respondían: ¡No! ¡Qué va! Qué cosas tienes. Si apenas se te nota ¿No ves que eres muy alto? No te obsesiones. Estás exagerando. Son figuraciones tuyas. Lo que tienes que aprender es a quererte más. Lo cual tuvo un doble efecto. Si al principio de su periplo no se veía con muy buenos ojos, ahora había que sumar un nuevo factor a la ecuación: por lo visto no se quería nada. Incluso llegaban a marearle diciéndole en ocasiones: ¿No has adelgazado un poco? ¡Qué bien se te ve! ¡Sigue así! Cosa extraña, pues de una semana a otra la báscula había contabilizado una diferencia de tan sólo dos kilos… pero de más.
Confundido por tanta zalamería sin sentido y visto algunos signos inconexos en el discurso, empezó a sospechar que ahí había gato encerrado. Por ejemplo, cómo podía ser que ellos, según aseguraban, comiesen casi cualquier cosa y tuviesen esos tipos. Yo creo que es genética, le respondió uno de ellos el día que se atrevió a preguntar al respecto. Mira que bien, pensó el héroe de esta historia, pasados los treinta a todos se les acelera el metabolismo por lo que parece ser ciencia infusa… Menos a él, claro. Y lo de ir al gimnasio es por mantenerme ocupado y socializar, apuntilló el primero.
Uno puede ir pasado de kilos, pero hasta el día de hoy no hay estudios científicos que demuestren que existe relación alguna entre el exceso de peso y la capacidad de raciocinio. Es decir, nuestro protagonista podía estar fondón pero no era tonto. Incluso, llamémosle paranoico, pronto comenzó a creer que a algunos amigos les encantaban sobremanera sus inconmensurables circunstancias.
Un día que estaba en pleno efluvio etílico sorprendió a uno de esos supuestos camaradas diciéndole a otro: ¡Déjale que beba! ¡Así no se deprime si no liga! Mientras que tres meses después, cuando llevaba diez kilos perdidos, el simple acto de la melopea, cobró una nueva dimensión: ¡No sabe beber! ¡Mírale! ¡Hablando con todo el mundo haciendo el ridículo!
Incluso, les entró un repentino y obsesivo interés por todo lo relacionado con su salud y bienestar. Siempre al quite y sacando fuerzas del culo, además de toda la mala leche que les era posible, les faltaba tiempo para decir: Cada día estás más delgado. Se te está quedando la cara demacrada. No bajes más. Para ya de adelgazar. Te vas a enfermar. Y claro, como el susodicho ya estaba comenzando a aprender la lección y en su casa le había enseñado que favor con favor se paga, a su vez, también comenzó a preocuparse por ellos aconsejándoles por respuesta: pues deberías tomar ejemplo y pasarte un par de semanas haciendo bondad que menudas cartucheras se te están poniendo. Y aquellos que tan condescendientemente veían la acumulación de grasas en cuerpo ajeno escrutaban entonces con cara de pánico el suyo propio… Porque, queridos, lo importante es el interior.
Lástima que no haya operación estética que, con la relativa facilidad que supone perder kilos, consiga disminuir el grado de hipocresía o crueldad del ser humano. Así que nuestro protagonista decidió que, desde aquel día, dejaría que algunos de sus amigos se dedicasen a cultivar su interior, como él ya había hecho, que mientras tanto y para evitarles posibles distracciones, a sus potenciales ya se los tiraría él.
Nos vemos,
asertivopordecretoley